Corrían tiempos difíciles para Shangó. Los negocios no
marchaban como él deseaba y le faltaba el dinero, cosa que lo ponía fuera de
sí.
–Yemayá –le dijo a su omodé–, ¿y si le robamos unos ñames a
Ogún?
–¿Tú estás loco? ¿No sabes que Ogún se pondría furioso?
No obstante, Shangó ideó un plan. Fue con Yemayá al bosque
donde Ogún tenía sus siembras, encaramó a la mujer sobre los hombros y los
ñames que él sacaba ella los ponía en un saco.
Cuando terminaron, Shangó salió del monte caminando hacia
atrás y se tomó el cuidado de pisar en los mismos lugares en que lo había hecho
para entrar.
Ogún, que vio las huellas, no se pudo explicar quién había
ido a buscarlo y por qué no aparecía por ninguna parte. Como no había indicios
que mostraran que había salido de allí, se quedó muy confundido.
Días después, pasó por el mercado y vio a Yemayá vendiendo
ñames.
–¿Esos ñames no serán míos? –le preguntó.
–Ogún –le contestó Yemayá–, tú sabes que yo no entro en el
bosque a buscar nada.
El dueño de la fragua se fue refunfuñando por lo bajo, pero
nunca supo la verdad.
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